martes, julio 12, 2005

Todos me piden cosas

Es verdad que hace mucho que no escribo (gracias, Fabio). No estoy en condiciones de explicar porqué.
A cambio de mi desidia, o para combatirla, un amigo me mandó este texto. Forma parte de una columna que publica todos los lunes en el diario La Capital, de Mar del Plata.
Porque es un hombre sabio, porque lo quiero y porque me hace bien, acá va el último texto de Julio Alfonso.

Gracias, Maestro.




Todos me piden cosas

Las paredes me piden pintura. Si miro afuera de mis ojos, las sombras que ha plantado mi vecino penetran sin permiso en los ambientes de casa. Entonces, las paredes también me piden luz. Mis chicos me piden una sonrisa, papá, dale. Complazco la solicitud, aunque no esté en condiciones de sonreír, pues hoy, justamente, el mal humor vino a cobrarme aquella sonrisa que ayer libré sin fondo, cuando fui garante de una alegría tan pasajera como morosa.
Todos me piden algo: los boletines municipales, que pague por los servicios prestados, aunque las ramas de la poda estuvieron procreando nuevos cultivos, hasta que vinieron dos camioneros que, ejerciendo la burocracia del ánimo, sólo retiraron el ramaje, no las bolsas de basura que la desidia de ciertos vecinos dejara para que las ratas los evoquen.
Todos piden: los policías me hacen descender del colectivo y me exigen documento, luego creen saber quién soy. Ese adolescente vestido con ropas ajenas y enormes, vino a ofrecerme una rifa de ayuda para la ‘Villa Vértiz’; dos hermanitas rubias, con los codos y las ganas percudidas, me piden ropa vieja, ‘porque desde ayer somos nueve, mamá está enferma y papá ya no se sabe’.
A uno le gustaría tener pantalón de mil bolsillos nuevos, diarios y mágicos para satisfacer todos los pedidos, pero no. Hasta me dicen ‘usted, que escribe, escríbale a Dios’. Pero no sirve ironizar que la iglesia tiene mail, pero EL no, porque el hambre no entiende intenciones si antes no hubo panza llena, escuela y caricias. Cada pedido tiene en sí una consulta; preguntan, sin decirlo, hasta cuándo ha de durar esta desdicha. Y uno les aclara que no sabe, que estamos en la misma bolsa, que ni bien veamos que el olvido se distrae, iremos en patota a patearle la abulia. Se van conformes, abrazados a un sándwich de pan y queso, el que los lleva hasta la esquina donde viven, no más.
Ella también pide, me pide que la recuerde. Le pregunto si sirven para algo los recuerdos, virus del alma que siempre llegan cuando ha sido consumado el error y las fechas virtuosas ya no sirven para nada. Ella lo piensa y me da la razón con su mirada. Es cuando me pide que la olvide, acto de los sentidos que uno ha puesto en funcionamiento desde tiempo ha, aunque nunca se lo dijo. Entonces, ante semejante falsedad, mi ética pide a gritos el relevo urgente de mi decoro, pedido al que uno accede sin resistencia alguna.
Todos me piden algo. Con algunas puedo, otras me resultan imposibles. Hasta la vida me pide cosas: que la viva, que ella no sea una excusa sólo para respirar y escribir (la misma cosa), que cada minuto perdido no se recupera luego, que no hay muchos luego, que las horas tienen huesos muy pequeños que algunos llaman segundos, que éstos son los dueños y las víctimas de todas nuestras desidias. La vida tiene razón, ella sabe, pero marche preso.
Hasta el recuerdo es pedigüeño: me pide que sea el mismo de ayer, ése que ya no existe en los espejos. Yo le doy la derecha, pues, ¿quién es uno para discutir con el recuerdo, tan prepotente como su antagonista, el olvido?
Un día de éstos, yo también pediré cosas: que alguien despinte el paisaje de la pobreza; que nos presenten un balance entre lo esperado y lo ocurrido; que el encuentro con la esperanza que viene no sea codificado, menos aún diferido.
Por ahora sólo escucho pedidos: una vecina pide un escrito ‘que no sea político, amoroso ni nada’ (¡dio justo con el escriba indicado, señora!); Elba me pide que ‘hable’ de los bichitos de luz que ya no existen; mi tía Lita dice que no me olvide del día de las tías; Mónica y Roberto, que me esperan para tomar mate en el barrio Constitución; desde el póster que tengo en una de las paredes de mi taller de escritura, Sábato cruza sus brazos como pidiéndome una definición de estilo, pues ‘hay dos tipos fundamentales de ficción: o se escribe por juego, por entretenimiento propio y de los lectores, para distraer o procurar unos momentos de agradable evasión, o se escribe para buscar la condición del hombre, empresa que ni sirve de pasatiempo, ni es un juego, ni es agradable!’. Está bien, no se ponga sulfúrico, Maestro. Disculpe, usted. Intentaré otra vez desde el inicio: ‘Las paredes me piden pintura... ‘

Julio Alfonso
julioalfonso@argentina.com