lunes, enero 19, 2004

Murga, circo y malabares

Hay días en que me levanto murguero; me cepillo los dientes al compás de un bombo que marca el pulso, y me lavo la cara redoblando. También se me da por marcar el ritmo con las piernas y dejo el espejo salpicado.
En caso de que desayune, lo hago con cerveza (no es bueno, según el doctor, pero la murga es la murga), y hasta me tienta la idea de escupirla como los lanzallamas.
Siento permanentemente el bum, bum acompasado y uniforme, y tamborileo el repique sobre distintas superficies.
Me guste despertarme así; son mañanas en las que el pequeño mundo que habito me queda un poco chico, o siente el pecho demasiado grande. Me creo capaz de acometer con cualquier empresa, sabiendo que no me va a lastimar el error o la derrota.
A media mañana, después de algunos mates, llevo la murga al circo, y trato de robar los movimientos de los acróbatas. Sospecho que siempre hay una red ahí abajo, que puede adoptar distintas formas, a veces es la mujer amada, o la familia, los amigos, e incluso yo soy mi propia red.
Si realizo alguna tarea de la casa tiene que estar acompañada de música, y ejecuto las acciones con la precisión de los lanzadores de cuchillos.
Cuando llego al trabajo me cruzo con una malabarista. Desde hace dos años lo veo parado siempre en el mismo semáforo, aprovechando la luz roja para hacer su pequeña función de treinta o cuarenta segundos y pasar la gorra entre los automovilistas que arrancan rumbo a sus vidas.
El malabarista tiene la sonrisa eterna de los payasos y una peluca de rulos estrafalarios que cubre con un sombrero de copa muy alta y multicolor, y que cumple la función de “caja” a la hora de la largada.
Tiene puesta siempre la misma camisa floreada y, lo más llamativo, cubre sus piernas con una prenda hecho con una camisa oscura a la que le adosó una cabeza de gomapluma en la parte de adelante. Los brazos de la camisa oscura simulan sostener las piernas (con zapatos y todo) que corresponderían a la camisa floreada. Más abajo, sí, está el último pantalón y los pies reales de malabarista. Gracias al movimiento de pasos cortos y al diálogo que la cabeza que cuelga de su cintura, el que lo miré estará convencido de que se trata de un enano cargando sobre sus hombros a otro que se la pasa gritando y revoleando tres pelotitas por los aires.
Me da mucho gusto verlo trabajar. Por lo poco que estuvimos hablando sé que no es de acá, que vive en Buenos Aires y viene todos los veranos, como tantos otros artistas callejeros (otro día contaré la historia de las malabaristas con fuego y del mimo que limpia los vidrios de los autos).
Me prometió que un día me iba a enseñar el secreto de los buenos malabaristas. A mi me hubiera gustado aprender a hacer eso, pero siempre fui torpe con las manos (quién esté leyendo lo habrá notado).
Lo más cerca que estuve de eso fueron algunas etapas de mi vida, en la que me sentía haciendo malabares con granadas detonadas.