domingo, enero 11, 2004

Nunca es una cerveza (relato con un 70% de veracidad)

Mientras estaba ajustando las pocas cosas que me faltaban hacer para terminar el trabajo diario, se me ocurrió que era una buena noche para tomar una cerveza. Podría haber sido, tranquilamente, una noche para comer un asado, ya sea en casa (cosa que no pasa casi nunca, dadas mis escasas habilidades como asador en particular y como cocinero en general) o en alguna parrilla al paso de la zona, de esas con mesas y sillas de plástico sobre el pasto de la vereda; pero se me había antojado cerveza.
El problema era que mi heladera se había quedado sin cervezas desde el primero de Enero.
Se lo comenté a un compañero con el cual me unen algunas cosas que van más allá de los gustos por la música y la cerveza. Es un descendiente de vascos que ya está homologado (gracias, Martín) en mi afecto, un tipo mayormente silencioso, de los que no se hacen notar por la locuacidad ni reclaman manifestaciones banales (en realidad, la mayoría de mis amigos responden a este tipo, y es probable que yo también).
-Y bueno -me dijo- vamos...
-¿Te parece?. Yo pensaba acostarme temprano...
-Vamos, nos comemos unas pizzas y nos tomamos una cerveza... El problema es que nunca es una cerveza.
Mi amigo decía la verdad. Desde hace algunos años, nunca es una cerveza, como tampoco es una pava de mate, ni un café, sea el lugar que sea. Cuando se trata de juntarse un rato con amigos –por más que nos veamos todos los putos días en el trabajo, por más ganas de matarnos que tengamos- da lo mismo el medio; cualquier excusa es válida si se trata de saber hasta dónde le duelen los huesos a ése tipo que nunca nos exige nada pero siempre está ahí.
Nunca es una cerveza, porque se trata de reuniones con silencios que merecen ser respetados; porque a las alegrías se las festeja como se debe, brindando; y de la misma manera se termina con cietrtos dolores, y nunca es una cerveza.
Habíamos decidido avisarle a otro compañero de trabajo, siempre bien predispuesto a estos trances. Admito que la pizzas (las pizzas) que nos comimos estaban muy ricas, lo que ya es una costumbre en ése lugar; el hombre que nos atendió nos vio cara conocida, y nos recibió como si fuéramos clientes V.I.P., lo que refuerza las ganas de volver.
La pizzería se empezó a llenar de gente, que salía a comer algo antes de ir a bailar. No tardamos en arrepentirnos de nuestros estados civiles.
Cuando miré el reloj, ya habían pasado más de tres horas, y decidimos pedir la cuenta. Se nos había ido el tiempo y la cerveza hablando de nuestras vidas y, hay que decirlo, de las mujeres, que es el mejor tema del que se puede conversar con los amigos.
El de la pizzería nos trajo, junto con la cuenta, una cerveza que invitaba la casa, y era la séptima botella que se posaba en la mesa.
-No hay caso- dice el Vasco- nunca es una cerveza.
Nos separamos en la esquina, con la promesa de ir a trabajar al día siguiente, y de repetir el rito la próxima semana.